En este post publicamos los mejores escritos de los participantes del Club de Lectura Técnica que realizaron el ejercicio sobre Propiedades de un sillón, de Julio Cortázar. 

Demelsa M. B., Verónica Aguilera y Alejandra Ulloa, gracias por vuestro trabajo.

Las consignas eran las siguientes:

  • Pensad en un objeto corriente y atribuidle una nueva función inquietante, una función que posibilite al lector realizar una asociación simbólica que remueva alguna emoción: inquietud, miedo, incertidumbre…
  • Componed una escena en la que el protagonista del relato vaya vestido con un nombre
    que contenga una importante carga simbólica.

¡Felicidades, chicas, por vuestro gran trabajo!

Propiedades de un sillón, versión libre. Demelza M. B.

 

En uno de los tres clubs más concurridos de la ciudad de Los Ángeles, El Jardín del Edén, hay un sillón para morirse.

Samael, el hijo favorito y consentido del dueño, lo tiene en su sala de reuniones, y nadie más que él y sus hombres lo saben. Es un sillón de reluciente, limpio y pulcro cuero negro, con una estrella plateada en el centro, donde hace que se siente todo aquel que lo merezca: prestamistas usureros, traficantes desalmados y escoria maleante que causa estragos en la ciudad. Samael se reúne con ellos y, con su refinada labia y persuasiva mirada, termina consiguiendo que estos se acomoden en el asiento.

Y entonces caen. Y la ciudad es un poco mejor. O eso piensa él.

Por cada hombre malo con el que acaba, su ego sube un peldaño más. Con cada pedazo de escoria que elimina en la ciudad, se vuelve más seguro de lo que hace.

Samael empieza a ser muy consciente de que, gracias a ese sillón y al trabajo que realiza con él, podría desterrar a su padre y a todos sus hermanos, y ser el dueño total de los tres clubs. Al norte: El Jardín del Edén; la sala VIP y exclusiva, en centro de la ciudad: El Paraíso, la discoteca para todos, y en los suburbios marginales: el Club Inferno, donde se reúne lo peor de Los Ángeles. Pero él puede conseguir que prosperen, porque puede hacerlo cientos de veces mejor que su padre, a quien se le conoce como el Señor D. Todos le temen, pero él no. Por algo es su hijo predilecto, su ojito derecho y su «lucero del alba», como le llama su madre.

Así que Samael lo tiene decidido. Su padre ha trabajado mucho, y ya es hora de que descanse.

Se viste con su mejor traje de satén negro, que reluce y destaca su altísima y esbelta figura. Dobla el pañuelo carmesí en el interior del bolsillo de su chaqueta, peina su pelo rubio y dorado como el sol, y se coloca el anillo que le unió en matrimonio a su esposa Lilith. Cuando está listo, con temple y sin que le tiemble ni uno solo de sus largos y finos dedos, se sienta en su trono particular, ligeramente más elevado que el sillón que tiene cosida una estrella en su respaldo, y, tras la cristalera de la sala de reuniones, observa a la gente que se divierte y se deja llevar por el pecado en El Jardín del Edén. Cuando su padre entra en el lugar, Samael está removiendo un vaso de whisky en su mano derecha, dejando que el tintineo de los hielos sea lo único que se oiga en la estancia.

Sonríe y alza su afilada mirada.

—¿Me requerías, hijo? —El tono de la voz de su padre es grácil y gentil, como siempre ha sido. Ni una nota más alta que la otra, simplemente perfecto.

El Señor D, enfundado en su habitual traje blanco e impoluto, con su pelo canoso peinado hacia atrás y su barba concienzudamente recortada, se aproxima a él con lentitud.
Samael da un trago a la exquisita bebida y relame sus labios, disfrutando del toque amaderado de la misma mientras deja el vaso sobre la mesa central entre ambos sillones. Se pone en pie y su perfecta y blanca sonrisa se ensancha.

—Debemos hablar sobre la situación de los clubs —responde sin vacilar. Su padre le observa con un brillo inusual en la mirada. Samael se acerca al cesto de fruta que hay en el
centro de la mesa y coge una manzana, roja y brillante como la sangre fresca—. Así que, por favor, toma asiento.

Y, tras echar un vistazo al sillón y sin apartar los ojos de los de su padre, Samael da un mordisco a la manzana.

El crujido que emite al masticar es lo único que se oye en la estancia. Las comisuras de los labios del Señor D se alzan ligeramente, de forma casi imperceptible. Samael advierte que, incluso, lo hacen con tristeza.

—No creí que fueras capaz de hacerlo, y cuando pensé que no podías decepcionarme más… resulta que sí que puedes. —El Señor D niega con la cabeza. Ante esas palabras, Samael se convierte en hielo bajo su mirada—. ¿A tu propio padre, Samael?

La manzana resbala de su mano derecha hasta caer a sus pies y traga saliva con dureza cuando su garganta se seca.

—¿Creías que no sabía lo que hacías aquí? —inquiere, acariciando delicadamente el sillón con la estrella de plata—. Yo lo sé todo, hijo. Lo veo todo.

Samael exhala todo el aire que contiene en sus pulmones de forma temblorosa y alza su barbilla con orgullo.

—Controlar los tres clubs es mi deber —masculla entre dientes, altivo—. Puedo ser tú… no, puedo ser mejor que tú.

El Señor D sonríe decepcionado. El creciente enfado que experimenta brilla en su mirada.

—¿Quieres gobernar? Estupendo —musita, asintiendo levemente con la cabeza—. Tus hermanos han trasladado tus cosas al Club Inferno.

Los ojos de Samael se abren de par en par.

—¡No! Ese lugar…

—¡Ese lugar es más de lo que te mereces después de lo que has hecho! —brama su padre dando un paso hacia él, interrumpiéndole. Las palabras de Samael mueren en sus labios—. ¿Quieres ser juez, jurado y verdugo? Lo serás, pero muy lejos de todos nosotros. Ahora márchate. Para siempre…

El silencio se hace en la sala de reuniones.

Samael inspira y contiene el aire. Su mandíbula se aprieta con fuerza y convierte sus manos en puños. Levantando el mentón con soberbia y prepotencia. Camina con paso firme, evitando la mirada de su padre cuando sale de la estancia.

Y cuando Samael cierra la puerta detrás de su espalda, una única, brillante y solitaria lágrima, reflejo de la más pura y absoluta ira, desciende sinuosa por su mejilla.

Simbolismos y referencias

En este caso, he elegido el mito bíblico del destierro de Lucifer tras su rebelión contra su padre. Aparecen bastantes símbolos y referencias a lo largo del relato, no solo al mito, sino también a la simbología bíblica en general.

Por ejemplo, no es casualidad que haya ubicado el relato en la ciudad de Los Ángeles.

Tenemos también los nombres de los tres clubs y sus ubicaciones o categorías, correspondientes a su «uso» en la biblia. El nombre de Samael es el nombre original y bíblico del ángel e hijo favorito de Dios, antes de su destierro. En el relato, Samael usa el sillón y sus propiedades como forma de castigar a los criminales de la ciudad, tarea que Lucifer desempeñaría en el infierno. He utilizado, también, el sobrenombre de «lucero del alba», porque así se conoce a Lucifer, que, en mi escrito, manifiesta la vanidad, soberbia y egocentrismo que caracterizan al más querido de sus hijos por Dios en la biblia. De hecho, ese favoritismo en sí constituye también una referencia. Aparece el nombre de «Lilith», que fue realmente la primera mujer que existió, antes, incluso, que Eva. Mujer con la que Lucifer tuvo cientos de hijos. La manzana que aparece en el relato y el mordisco que le
da Samael constituye un símbolo y un guiño al pecado de Adán y Eva, así como los propios pecados que Samael comete en la historia, o el que está a punto de cometer.

El «Señor D» encarna a Dios y a su omnipresencia, que se pone de manifiesto en la expresión «lo veo todo». También recojo el destierro de su hijo favorito al «Club Inferno». Por último, destaco que una única lágrima desciende por la mejilla de Samael, una vez desterrado después de haberse rebelado contra su padre, en una referencia al cuadro «El Ángel Caído» de Alexandre Cabanel. En este, Lucifer, derrotado y lleno de ira hacia su creador,
derrama una lágrima de rabia mientras la vergüenza cubre la mitad de su rostro.

'Un sillón llamado Morta', versión libre del cuento 'Propiedades de un sillón', Verónica Aguilera

En mi pueblo vive la muerte. No es una persona ni un animal; es un sillón y comparte casa con sus hermanas.

En las noches de mucho calor (en mi pueblo lo son todas), las calles se llenan de vecinos que charlan a la fresca. Acompañando al ocaso, como si de una liturgia se tratara, uno a uno, sacan sus sillas a la puerta de casa y se sientan para hablar de esto y aquello, o se van de ruta por las calles aledañas, buscando una conversación que haga la noche más liviana. Pero las hermanas Nona y Décima, además de sus sillas sacan un sillón que siempre queda vacío. Es negro, pesado, y, aunque está desmejorado por el paso del tiempo, su aspecto mullido invita al descanso. En el centro del respaldo, inexplicablemente, aparece el dibujo de unas tijeras semiabiertas, como a punto para cortar.

Cada noche, las hermanas se limitan a hacer lo mismo. Nona, la más joven, saca los ovillos de lana; blanco lineal, dorado dichoso y triste negro. Décima, la mayor, teje un tapiz sin descanso, mezclando con precisión los colores de esas lanas, según la vida que ha de contar. Casi no hablan entre ellas, aunque, de vez en cuando, desvían sus miradas de sus quehaceres y ríen cómo crías traviesas cuando algún vecino les sugiere que escondan el sofá o que se tomen unas largas vacaciones y no tejan en un tiempo.

Algunos del pueblo intentamos ser amables con ellas, aunque no las miramos directamente a los ojos por si acaso. Y todos nos morimos de curiosidad por saber a quién representará el tapiz que tejen esa noche y qué noche lo acabarán. Quizá por eso, instintivamente, acabamos charlando cerca de su puerta, curioseando su labor y cruzando los dedos para no ser uno de nosotros, el señalado. A veces, Décima se aburre de tanto tejer; entonces, alza la vista y llama con voz cálida a alguno de los vecinos que hablan en corrillo, a pocos metros de su puerta, para ofrecerle asiento en el sillón.

Esto ocasiona que la curiosidad del nombrado se convierta en terror y que se marche corriendo despavorido. Entonces, Nona se levanta y la riñe por su perversidad, antes de entrar, arrastrando el sillón hacia el interior de la casa, para dejarlo fuera de la vista curiosa de cualquiera. Décima se queda sentada en su silla, sin poder dejar de reír, recordando la cara de horror del vecino y la de todos los que han visto la escena.

Los niños las ven como locas; se ríen de ellas e incluso las provocan con insultos. Los ancianos del lugar las ignoran, evitando pasar por su puerta, por si en una de estas las hermanas los invitan, esta vez en serio, a que se sienten en el sillón. Aun así, hay quien se envalentona y decide pasar por su calle, muy, muy cerca de ellas, con las manos enlazadas detrás de la espalda, fingiendo despreocupación mientras mira de reojo el tapiz aguantando la respiración.

Los días pasan y las noches cálidas, también. Nona y Décima tejen sin descanso el tapiz. Cuando ya casi está listo, miran a los lados buscando al hombre, mujer o niño que representa. Nona llora desconsolada, Décima la abraza cariñosa y le enjuga las lágrimas que se deslizan por sus mejillas. Saben que es el momento de cortar el hilo. La invitación a sentarse en el sillón ya es inevitable y, antes de que llegue el alba, por muy lejos o escondida que esté, la persona que aparece en el tapiz se sentará en él.

Alejandra Ulloa

I. Pensad en un objeto corriente y atribuidle una nueva función inquietante, una función que posibilite al lector realizar una asociación simbólica que remueva alguna emoción: inquietud, miedo, incertidumbre…

Optimismo

Aquellos lentes oscuros eran mágicos, cuando se los colocó sobre la nariz descubrió que se había convertido en una persona optimista.

Sus problemas se minimizaron y los obstáculos se mostraron salvables ante sus ojos.

Tan beneficioso era el efecto de los lentes que, para escapar de la desgracia económica, comenzó a utilizarlos en plena noche y en lugares cerrados.

Eso explica por qué, después de una cena de negocios con sus acreedores en el último piso de un hotel de lujo, creyó que desde la ventana hasta su carro había solo un paso.

II. Componed una escena en la que el protagonista del relato vaya vestido con un nombre que contenga una importante carga simbólica.

Centímetro a Centímetro

Yo, que he vivido tantas vidas, sigo buscando a José.

Empecé preguntando a sus hermanos, indagué en sus ojos; clamé al fiscal, al capo, al tirano, al militar, al chulo, al ladrón de poca monta, al indiferente… hasta sumar doce traiciones. 

Crucé desiertos, hice tañer las campanas, grité su nombre, lo tallé en piedra, lo escribí en el viento; lo publiqué en la prensa, lo aullé en las redes.

Ahora con mis pares vaciamos pantanos, volamos drones, nos dejamos las uñas y los dedos arañando fosas clandestinas.

Jacobo abraza su capa. Yo he de escarbar la tierra hasta encontrar a mi hijo.

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