Muchísimas gracias a tod@s l@s que nos habéis enviado vuestra escena. Gracias por dedicarnos vuestro tiempo y esfuerzo.

Hemos colocado las historias en el orden en el que nos las habéis enviado. Ahora, a leer.

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Orgía

En las noches cuando me acuesto quiero morir. Pero es solo eso, en las noches. Cada mañana, entonces, me levanto con el propósito firme de que todo a va se ser diferente. Todo va a cambiar hoy, digo. Hoy será un día distinto.

Como cada mañana, hoy amanecí convencida que hoy sería un día distinto. Me levanté, salí corriendo de la cama, sacudí las sábanas, las mantas las almohadas, me vi en el espejo, como cada mañana, y me dije tú sí que eres guapa y me puse apreparar el desayuno. Puse a caminar a Pascual unos diez o quince pasos por la casa, para que no se perdiera su rutina de ejercicios diarios, una hora, con sus canciones de Manolo Escobar, no sabía que Monolo Escobar era tan bueno para el Alzheimer. Como era sábado, hice lo que cada sábado: bajé a la frutería para comprarme mi verdura fresca para prepararme mi delicioso sancocho sabatino, es lo que me mantiene conectada con mi esencia venezolana en estas tierras lejanas de la madre  patria.

Cuando recorrí la primera calle, me asombré de ver que todas las tiendas estaban cerradas y las calles estaban vacías, siendo un sábado por la mañana, me pareció raro. ¿Qué es hoy?, fue lo primero que pensé. Hoy es sábado, estoy segura, porque los sábados los pájaros cantan de un modo dierente en el balcón. Caminé con calma y no logré ver a nadie, todo cerrado. La panadería de doña Paquita estaba cerrada, sin ningún aviso. La pelucquería de José Manuel, igual. LA frutería que todos los sábados a esa hora está llena de gente, estaba vacía, ¿qué le habrá pasado al portugués, que no abrió hoy?, pensé. Seguí caminando hasta la carnicería del paquistaní, me gusta comprar ahí porque la carne es más fresca, aunque tenga que esperar porque siempre hay mucha gente. Nada, estaba vacía también, Vacía y cerrada. Lo más extraño era sentir que el silencio aturdía. Levanté la mirada a ver si veía a alguien en los balcones, pero no había nadie, las persianas estaban echadas, y me pareció raro en pleno mes de mayo con ese sol tan vibrante, pero en cambio, sí había muchas flores, había flores violetas, geranios rojos adornaban los balcones y los árboles parecían más verdes, parecían sonreir. Entonces decidí caminar tres calles más y llegar a la biblioteca. Mi asombro fue brutal. Había una fiesta silente. Los libros bailaban, por las ventanas salían letras volando. La A llevaba en las manos un libro azul, no entendí lo que decía pero el azul brillaba. La Z, ¡me quedé asombrada! ¡No te lo vas a creer! Iba vestida de payaso y en sus manos llevaba una bandeja de emes, de yes, de doble ves, imagínate eso ¡doble ves! Y, aunque todo estaba en silencio pordias oírlas cantar…

Pero, no te creas, lo más increíble no fue verlas bailar. Lo más increíble fue verlas detenerse y desnudarse, allí, delante de todo el mundo. Vieras los pezones de las B eso parecía eso parecía monumentos naturales. La A, abierta en todo su ser. La X parecía tomar el sol, con un pubis expuesto que te hacía pensar en el placer como algo natural, se tocaba y sonreía. La Hache se veía un pco tímida, parecía muda. La S mostraba todas sus curvas sin pudor. La I gritaba de alegría, se veía que no tenía ningín peso en su conciencia, no había iglesia en su camino. La P estaba muy puesta, apenas de quitó la parte de arriba de su ropa, no le parecía políticamente correcto. En cambio la O se burlaba, tú si que eres bien cuadrada de verdad, yo no, yo redonda a todas mis anchas, le decía entre carcajadas.

En otro grupo, por allá más alejado estaban la C, la F, la E, la G muy abiertas ellas, discutían entre si de por qué la D la, l O, la Q eran tan cerradas, que se tenían que abrir, que no les parecía justo mantenerse siempre dentro de ellas mismas, no saben lo que se peirden: hay que estar abierto a la vida al mundo. Y, en otro sitio, por allá apartado, casi casi invisible, estaban a M y la W. Se amaban profusamente. Se tocaban, bailaban, se veían a los ojos, se besaban. La D, la O y la Q se acercaron, se quitaron la ropa y empezaron a amarse, las cinco. Al principio la O se sintió un poco presionada al se lá única vocal, después se dejó llevar y empezó a oírse: ow, od, oooo, oq.

Cuando las abiertas empezaron a oir ese sonido tan vibrante empezaron a sentir un placer y un deseo que nunca había sentido, comenzaron a desnudarse. Primero se quitaron las blusas, despues los pantalones, algunas tenía vestidos, también se lo quitaron. Después se vieron con pudor, pero seguían oyendo oooo, oddd, oqqq, y entonces se quitaron todo y quedaron desnudas. Empezaron  a tocarse y a sentir. El corazón empezó a latir con fuerza. El sonido del ommm comenzó a inundar el lugar. Entonces las persianas se abrieron, la gente estaba secuestrada en el deseo de morir, empezaron a desnudarse, salieron a la calle desnudos, desnudas, los cuerpos eran libres para amar, había cuerpos de todas las formas y lo único que se distinguía era el placer.

Me quité la ropa y me fui a caminar.

Sylvia Silva

Distopía

Me desperté a las ocho y media de la mañana y cerré los ojos visualizando el café recién hecho y el aroma del bizcocho que había horneado antes de acostarme. Agudicé el oído y …nada. Ningún ruido. Ningún sonido. En aquel momento la vida parecía haberse estancado. Alarmado me levanté y abrí la ventana. Lo que vi me dejó pasmado, una mancha negra discontinua avanzaba calle arriba, eran los furgones del ejercito que patrullaban las calles que alcanzaba ver desde mi ventana. Enfrente de mi edificio, sentado en el muro bajo que lo rodea, había un indigente de mediana edad acompañado por un arsenal de bolsas y bultos imprecisos y sostenía un tetrabrik. Le estaba hablando al suelo intentando convencerle de no sé qué y cada vez su elocuencia era más exagerada.  Una de las patrullas se detuvo enfrente de él, bajaron cuatro militares, y le hicieron varias preguntas, el seguía gesticulando y mirando al suelo. Los militares le pedían su documentación. Se cansaron del monólogo y le pusieron en su muñeca derecha una especie de pulsera que supuse que era la pulsera biométrica que días antes había leído en el artículo de Yuval Harari “El mundo después del coronavirus”. Con ella, podían saber en todo momento su temperatura corporal y su ritmo cardíaco.  Al mismo tiempo se oía el desagradable graznido de dos gaviotas peleándose y revoloteando encima de la escena.

Cerré las cortinas de mi ventana y me senté abatida en el sofá. Empezaron a tener visibilidad las ideas que había leído en ese artículo y que en un principio las dejé aparcadas en el cajón de mi cerebro “posible pero improbable”. Entendí que si los gobiernos, en nombre de nuestra salud, nos controlaban con esas pulseras biométricas o a través de nuestros móviles, ya no habría vuelta atrás, cuando ellos cojan las riendas de la masa, su poder será incalculable y una vez pasada la pandemia ¿porque soltarlas? Con toda la información gratuita que pueden controlar, la manipulación estará día a día en la información que recibamos según nuestros perfiles.

Ya era de noche, me acosté y al día siguiente me desperté a las ocho y media de la mañana y cerré los ojos visualizando el café recién hecho y el aroma del bizcocho que había horneado antes de acostarme. Agudicé el oído y …nada. Ningún ruido. Ningún sonido.

El mundo había entrado en bucle.

Lourdes Rodrigo

 

Richy

Richy vivía en la terraza. Su jaula colgada de una alcayata gruesa clavada a fondo entre dos ladrillos vista. Tenía su agua, su mijo, el espacio suficiente para abrir las alas y también un columpio en el que se balanceaba cuando tenía ganas.

Aquella noche de jueves, ni Marisa ni Pedro le dijeron nada al periquito. Tampoco hablaron entre ellos.  Apoyados en la barandilla, miraban la calle vacía.

Llegaba la noche y un esbozo de luna llena se percibía en la última claridad del día.

—No sé si podré aguantarlo —dijo Marisa sin mover siquiera la cabeza—. Mañana no tengo nada que hacer y son veinticuatro horas.

—Tienes que descontar las ocho horas que dormimos, a veces más.

Le respondió Pedro sin cambiar de posición.  Hacía días que le dolía la musculatura de todo el cuerpo.

— ¿Cenamos? —propuso Marisa dándose la vuelta y poniendo una mano sobre el hombro de Pedro.

El periquito cantó unas notas pero no le prestaron ninguna atención, ni le dijeron guapo, ni artista, ni comentaron el rojo intenso de su plumaje debajo de la cabeza, ni el delicado amarillo en la punta de sus alas verdes.

En el interior del apartamento no había nada rojo, o verde, o amarillo. El colorido era suave, sin estridencias.  Se sentaron frente a frente en la mesa blanca pegada a la barra de la cocina.

Después de una cena desaborida, tomaron cada uno sus pastillas y en esa suave planicie nebulosa que consiguen los tranquilizantes, se adentraron cada uno en su propio interior. Un espacio desconocido. Nunca habían tenido tiempo de explorarlo.  Tampoco les molestaba mucho, solo en las colas y en algunos pocos minutos muertos de su vida diaria.

Marísa pensaba en su abarrotada agenda del mes de abril. Ya había comprado los regalos para los tres cumpleaños y se quedó enganchada en el dilema de si ir a la comida de los compañeros de trabajo o a la de su amiga Carla que se superponían. Aunque todo estuviera anulado, le gustaba recordarlo, sentir la vorágine del tiempo que nunca alcanzaba. Pedro le daba vueltas a cómo sacar tiempo para doblar su preparación física, tenía la ambición de quedar por encima de su jefe en la maratón del día treinta. Aunque tampoco tenía objeto preocuparse por algo que no iba a suceder.

— ¡La comida del periquito! , pobre Richy, lo hemos olvidado. —dijo Marisa.

No esperó respuesta alguna. No la hubo. Pedro era taciturno. Ella sabía que lo estaba pasando mal.

Marisa salió a la terraza y de la pequeña alacena que estaba junto a la pica sacó el  paquete de comida para Richy. Abrió la puerta de la jaula y lo vació con cuidado en el comedero de madera. Cerró la puerta. Llenó un vasito de agua y la vertió en el bote de plástico. Sacó la bandeja de los excrementos. Volvió a cerrar la puerta y la limpió a conciencia rascando con el cuchillo. En cuanto hubo terminado se aseguró de que todo quedaba en orden y bien cerrado.

Permaneció un rato hablando con Richy. Le dijo que estuviera tranquilo, que ella estaba allí para protegerlo. Que le quería mucho. Palabras sencillas como las que se dirían a un niño pequeño. Pensó que estaba practicando para cuando tuvieran un hijo, quizá el año próximo, si tenían tiempo.

A las cuatro de la madrugada  Pedro no había conseguido coger el sueño. Ni siquiera la respiración tranquila de Marisa conseguía darle paz. Se levantó de puntillas. Se calzó las wambas en el pasillo y salió a la  la terraza  a caminar, treinta y dos pasos en cada dirección, los tenía contados. Se detuvo frente a la jaula de Richy, vio que tenía sus minúsculos ojos abiertos. Le miraba. Pedro accionó el mecanismo  de seguridad de la puerta,  un gancho robusto y retorcido, y se la abrió de par en par.

Joana Delgado

 

Escena Distopía

Me desperté a las ocho y media de la mañana. Cerré los ojos visualizando el café  recién hecho y el aroma del bizcocho que había horneado antes de acostarme. Agudicé el oído y…nada. Ningún ruido. Ningún sonido. En aquel momento la vida parecía haberse estancado.

Alarmado, me levanté y abrí la ventana. Lo que vi me dejó pasmado…

La avenida estaba desierta, no había nadie cuando normalmente a esa hora la vida comenzaba a bullir ahí fuera. Todo había quedado suspendido en el aire, los abrazos, los besos, todo se ha paralizado. No se escuchan los ruidos de los coches. Cerré de nuevo la ventana y salí al estrecho balcón  con el fin de poder ver mejor lo que ocurría fuera. Nada, la misma imagen pero ahora desde otro ángulo. La visión era apocalíptica, por un momento una sensación de terror sacudía mi cuerpo como un escalofrío. El aire si parecía más limpio y advertí que para la época del año en que me encontraba hacia frio. Las persianas de los pequeños  comercios estaban bajadas, ni siquiera podía verse el interior, persianas de hierro más modernas, con agujeros por donde se adivinaba la silueta de los maniquís. Aquella visión en aquel momento era una imitación a la vida. ¿Dónde están los gatos callejeros? No se escuchaba la vida, ese latido loco del que no habíamos sido conscientes hasta ahora. La soberbia del ser humano superaba la ficción. Mis pensamientos quedaron suspendidos en mi interior al divisar a lo lejos una ambulancia, al menos no todo estaba perdido, ¡si había vida!, estaba escondida al final de la vieja esquina, detrás  de la catástrofe.

Me cansé de mirar sin ver, de dejar que el miedo se apoderase de mis pensamientos. Entré de nuevo en casa quería leer un poco, fui a la habitación para retomar la lectura de la noche anterior, había abierto el libro buscando la página donde puse el viejo ticket de autobús, que me hacía las veces de separador. En ese momento sonó el teléfono, una voz impersonal, casi diría aséptica me preguntó si yo era el familiar directo del matrimonio de la habitación novecientos treinta y dos. Respondí que era el hijo, entonces empezó a decirme que tenía buenas noticias para mí, ya que mi madre después de todo, iba a salir con vida del hospital, pronto estaría en casa. Pertenecía a ese pequeño porcentaje de personas que superan la enfermedad. Aunque era positivo en coronavirus su vida no corría peligro, todo se había estabilizado. Pero mi padre estaba muy enfermo, de un momento a otro iba a fallecer. La doctora me dijo que mi madre lo entendía todo, estaba al corriente, pero como familiar directo mi madre había pedido que me llamasen a mí también. Cuando terminé de hablar, me di cuenta de cómo aquel virus que había mutilado mi vida de un zarpazo había acabado también con los momentos buenos que estaban por venir, y entonces me di cuenta de que aquellos abrazos, aquellos besos ya no serían posibles, al menos no en la persona de mi padre. No podía no siquiera despedirme de él, ya nada volvería a ser como antes. Ahora mi padre se moría solo en la cama de un hospital, iban a separarlo de mi madre, ¿Qué le pasa a este mundo, se ha vuelto loco? Las personas mueren como los animales, de nuevo en mi mente, la imagen del palacio de hielo, donde de niño mi padre solía llevarme a patinar…

Encarna Bernat

 

Grito desesperado

Me desperté a las ocho y media de la mañana. Cerré los ojos visualizando el café recién hecho y el aroma del bizcocho que había horneado antes de acostarme. Agudicé el oído y… nada. Ningún ruido. Ningún sonido. En aquel momento la vida parecía haberse estancado.
Alarmada, me levanté y abrí la ventana. Lo que vi me dejó pasmada… 

Todas las ventanas del edificio de enfrente, que eran más de cien, estaban completamente tapiadas. Parpadeé tres o cuatro veces, cada vez más fuerte, para ver si volvían a la normalidad. Miré dentro de mi habitación de nuevo, pisé fuerte el suelo, incluso me tiré del pelo. Puse la mano sobre mi corazón, intentando sentir algo, intentando salir de ese estado mental. ¿Estaría soñando? Una sensación de miedo creciente y atroz me recorrió entera, poniendo a prueba mi equilibrio. 

Mi respiración se volvió agitada. Grité para romper ese silencio amenazante y tomar conciencia de mí misma.  

Me armé de valor y me acerque de nuevo a la ventana para mirar hacia abajo. Varias personas vestidas con traje de aislamiento estaban vigilando la calle, se movían rápidamente de un lado a otro como si estuvieran programados. 

Miré hacia la puerta de mi edificio, y vi cómo también estaban tapiando la ventana de al lado. En ese momento, dejé de sentirme paralizada. Dentro de mí empezó a nacer un impulso imparable de saltar por la ventana, de escapar de esa situación de la manera más rápida posible, un impulso de salvarme de una muerte lenta y asfixiante. Grité y lloré mucho, lloré sin que saliera una sola lágrima, empecé a agonizar esperando que alguien me ayudara, esperando una explicación que me sacara de aquella pesadilla. ¿Me estaban encerrando? ¿Iban a dejarnos morir de hambre? ¿Qué estaba pasando? 

Empecé a caminar por la habitación, cada vez más rápido, gritando más y más. ¡Nadie respondía! ¡Parecía que todo el mundo supiera lo que estaba pasando! Cerré la ventana y corrí hacia el teléfono. Me temblaban los dedos, ¡apenas podía marcar! Empecé a apretar números al azar, presa del pánico, colgué y descolgué varias veces y, finalmente, conseguí llamar a la policía para preguntar qué estaba pasando. 

El policía que respondió al teléfono, aparentando calma y control, me dijo con un tono grave e impersonal: 

-Señora, estamos tapiando los pisos en los que todos han muerto, para evitar la propagación del virus.       

Señorita Pandemia

 

Lucas el demócrata

España 2020. Después de muchos pactos Lucas ha conseguido salir elegido presidente del país. Cuando entra en su despacho oficial se sienta y coge el mando a distancia de la gran pantalla dividida en cuadrantes que reflejan los cuatro ministerios de la verdadera Democracia. 

El primer cuadrante es el Ministerio de la Armonía. Observa cómo las tropas militares de su país están disparando y muriendo en cada línea fronteriza, le llena de orgullo, sonríe y asiente con la cabeza alzando las manos en símbolo de gloria. Sandra su asistente entra y se sienta junto a él mientras le dice que estudios psicológicos del CSIK consideran que es el estado perfecto para evitar revueltas y conflictos dentro del país. Lucas se levanta y señalando el mapa en relieve de la pared dice que cuando hayan terminado la guerra contra Francia, es necesario comenzar contra Marruecos y continuar con Portugal.

El segundo cuadrante de la pantalla es el Ministerio del Bienestar y de la Salud. Lucas enciende un cigarrillo mientras le dice a Sandra si se han vuelto locos al observar cómo la policía entrega las raciones de comida semanales, representa la ley y la tranquilidad del pueblo y deben hacer más recortes. No comprende que estén repartiendo dos cajas de comida por familia, pues deben vivir con lo mínimo. Exige a Sandra rectifiquen y entreguen una cada dos semanas o pedirá su dimisión.

El tercer cuadrante es del Ministerio del Cariño y de la Amistad. En la imagen Lucas observa cómo dos jóvenes se manifiestan a favor de otro partido político cuando una patrulla de policías los coge y los meten en el furgón donde los torturan y lavan el cerebro hasta que expresan su amor al nuevo partido que gobierna España. Lucas llama por teléfono y exige más control en las calles, es inexplicable lo que ha sucedido.

El cuarto cuadrante es el del Ministerio de la Autenticidad y la Veracidad. El presidente, atónito ante lo que advierte, se levanta de su silla, llama a su amigo coletas y le exige que cesen la emisión de la serie Tiempos añorados. Le recrimina su desobediencia. Impone la destrucción masiva de cualquier documento histórico que los españoles puedan ansiar. Le informa que en una hora recibirán el contenido elegido para ser emitido.

María L Salvador

 

 

La prisión de los aplausos

Me desperté a las ocho y media de la mañana. Cerré los ojos vislumbrando el café recién hecho y el aroma del bizcocho que había horneado antes de acostarme. Agudicé el oído y… nada. Ningún ruido. Ningún sonido. En aquel momento la vida parecía haberse estancado.

Alarmada, me levanté y abrí la ventana. Lo que vi me dejó pasmada. El coche de mi marido seguía en el aparcamiento. En ese instante, oí una voz a mis espaldas. Me asusté y me giré. Era mi esposo que, con un casco de astronauta de juguete en la cabeza, me estaba diciendo: “Amor, se te va a enfriar el café que con tanto cariño te he hecho. Hoy no he ido a trabajar porque las instalaciones están siendo desinfectadas”. Llevábamos varias semanas recibiendo noticias sobre un virus que se expandía en China pero no tenía idea de que aquella amenaza hubiera llegado al país, ni mucho menos a la oficina de mi marido. Le pregunté por qué se había puesto un casco y me respondió: “Por lo visto, el virus es muy contagioso y cualquiera de nosotros puede tenerlo aunque no tenga síntomas. El presidente del gobierno acaba de emitir un comunicado a la población prohibiendo el contacto físico y los besos entre ciudadanos, lo que afecta a nuestra relación matrimonial” No podía creer lo que estaba oyendo. En aquel instante, deseé estar soñando pero no pude despertar. Con esperanza, me acerqué a mi marido para quitarle el casco y tranquilizarlo pero me gritó: “¡Quieta! Debemos guardar la distancia social de seguridad, estipulada en un mínimo de tres metros”.

Me dieron ganas de ponerme a gritar llorando desesperada pero los años de matrimonio me habían servido para aprender a reprimir los impulsos, así que respiré hondo y, con voz dulce y serena, le pedí a mi esposo que, por favor, se apartara para dejarme pasar en dirección a la sala de baño. Pero tampoco eso pude hacer. Mi marido permaneció donde estaba, en medio de la puerta del dormitorio, mientras me explicaba que el resto de la casa podía estar contaminada debido a la visita que el día anterior nos había hecho un amiguito de nuestro hijo Mateo. Entonces, solo contemplé tres posibilidades: mearme encima, matar a mi marido o saltar por la ventana. Respiré hondo una vez más. Me tumbé en la cama y estiré el brazo para encender la radio. Pero no estaba. Mi esposo, que seguía hablando desde que empezó a argumentar en contra de mi libertad para salir de la habitación, prosiguió explicando que había desenchufado y escondido todos los aparatos eléctricos de la casa debido al campo electromagnético que generan, ya que científicamente se había demostrado que éste debilita el sistema inmunitario humano, lo que nos hace vulnerables frente al virus.

Me giré contra la almohada, deseando que mi marido se fuese o que, al menos, se callase. Durante los últimos treinta años, jamás me había dicho tantas cosas, dado que rara vez coincidíamos en casa sin que estuviese encendido el televisor. No deseaba ser mal educada pero lo cierto es que, en lo más profundo de mi ser, deseaba estrangularlo.

Álvaro Lira

 

Un final mundano

Me desperté a las ocho y media de la mañana. Cerré los ojos visualizando el café recién hecho y el aroma del bizcocho que había horneado antes de acostarme. Agudicé el oído y… nada. Ningún ruido. Ningún sonido. En aquel momento la vida parecía haberse estancado. Me asomé a la ventana y contemplé con cierta desazón la calle vacía.

Llevaba diez días encerrado en casa intentando acabar mi primera novela y no acababa de encontrar el final adecuado. Le daba vueltas y vueltas buscando un desenlace contundente, un último párrafo que dejara al lector pasmado, incapaz de reaccionar ante la hecatombe que planteaba. Pretendía escribir sobe una visión pesimista de nuestra sociedad, en la que no ganaban los buenos ni quedaba resquicio alguno para la esperanza. Quería mostrar un mundo sumido en el caos provocado por la misma humanidad, la que en definitiva será responsable de su propia aniquilación, ciega ante su insignificancia y cegada por su vanidad y ambición.

Casi un año trabajando en quinientas páginas de dolor y desesperación sin atinar a dar con un final dantesco. Había descrito monstruos sanguinarios persiguiendo cualquier vestigio de vida inteligente. La inteligencia era el enemigo. En mis delirios pretendía explicar que la única manera que tenía el mal para triunfar era acabar con la razón, aniquilar la posibilidad de pensamiento, exterminar los sentimientos, y así, erigirse en vencedor absoluto en la batalla por el dominio de la tierra. El amor no tenía ningún valor en esta contienda, ni la lealtad, ni la solidaridad. Las armas eran el odio hacia todo lo hermoso de la condición humana, el desprecio de la bondad. Solo importaba el poder, la riqueza material, la ostentación de la vacuidad. Ni la empatía, ni la compasión podían contra la aplastante maquinaria del mal.

Pero me faltaba plasmar esta imagen de derrota. Necesitaba mostrar el campo de batalla en toda su crudeza para que quedara en la mente del lector, tatuado en su conciencia, el golpe brutal de la desolación. Y no era capaz de reproducir esta imagen, que de forma inconsciente, visualizaba.

Por eso al mirar por la ventana el corazón me dio un vuelco. Era aquella instantánea la que rondaba entre mis pesadillas, la que mejor resumía el vacío que dejaba el paso de la muerte.

Nadie en la calle, nada en la calle, enormes espacios sin vida. Ni el aire osaba mover las tiernas ramas que despuntaban en los plátanos heridos. No podía ser un domingo triste porqué ni los más tristes domingos amanecen tan afligidos. Había perdido la cuenta de las horas. Había ignorado el ritmo de los días, no sabía en qué lugar del tiempo habitaba.

Quizás el universo había seguido los designios de mi locura y había creído encontrar en mis escritos el guion más acertado para un apocalipsis mundano.

Lluís Pèries

 

 

Hoy tampoco había pegado ojo

Hoy tampoco había pegado ojo.

Aún era de noche, pero la franja del amanecer comenzaba a ensancharse poco a poco, adquiriendo un tono púrpura en la parte inferior. Dentro de poco el cielo, si las nubes permitían apreciarlo, se teñiría de rosado y la poca gente del barrio que estuviese autorizada para ello empezaría a salir a la calle para dirigirse a su puesto de trabajo.

De nuevo en mi cabeza volvía a producirse el mismo debate de todos los días: si era buena idea tomarme o no un café. Tenía que teletrabajar, claro, aunque me hubiesen hecho un ERTE y reducido el turno a media jornada, así que no podía permitirme estar toda la mañana luchando contra mis párpados en un vano intento por mantenerlos abiertos. Pero en el fondo todavía albergaba la esperanza de que después de comer fuera capaz de echarme aunque fuera una siestecita, y existía la posibilidad de que meterme cafeína en el cuerpo dificultase todavía más esa operación.

Había algo especial en asomarte al balcón de noche durante esos días. Entre el confinamiento y las horas, no veías absolutamente a nadie. En un día normal, la calle estaría llena de niños jugando en el parque de delante, de gente paseando mientras la brisa primaveral hacía que las hojas de los árboles se saliesen de sus ramas y se colasen intrusivamente en casa de los vecinos. Pero aquella semana, a todas las horas del día, los columpios estarían vacíos.

Hace tan solo unas semanas, no me habría creído que estaría echando de menos madrugar, ir a la oficina refunfuñando, saludar al conserje efusivamente, y pasarme las mañanas encerrado en un despacho. Tuvo que llegar una pandemia mundial para aprender a apreciar las pausas del cigarrillo de las 12, calentar comida preparada en un microondas mientras Raúl se quejaba de cómo sus dos hijas gemelas le tenían loco, y esas birras que nos tomábamos los días que salían antes en el bar de al lado, el de la camarera veinteañera con el pelo rubio poco definido y un septum en la nariz. O simplemente algo tan sencillo como asomarse al balcón de la ventana y ver a gente en la calle sin mascarillas.

Pero a pesar de eso, a veces me gustaba salir al balcón de noche y quedarme callado un rato mirando la calle. Parecía como si el mundo se hubiera puesto en pausa. No se veía nada, ni se oía nada, más allá del repiqueteo de las gotas de agua impactando contra el suelo los días de lluvia. Casi como si todos en aquella ciudad fueran actores y hubieran abandonado el set de rodaje para volverse a casa al terminar la película. De vez en cuando, pensaba en todos los quebraderos de cabeza que tanto me estresaban hacía tan solo unos semanas y ahora, viendo aquella ciudad fantasma, parecían minucias. Y supe que, cuando volviese a salir a la calle, no vería el mundo con los mismos ojos. Y que necesitaba un café.

 

¿Qué historia os ha gustado más? Esperamos con impaciencia vuestros comentarios.

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