Hay muchas maneras de contar una historia. Las posibilidades son infinitas, porque los buenos escritores (con el tiempo y la práctica) acaban descubriéndose a sí mismos: toman conciencia de su forma de narrar, infinitamente única, sugerente, identificable, personal.  Los buenos escritores, tarde o temprano, acaban descubriendo su opción de estilo, su propia voz.

En cualquier manual de escritura encontraremos listas de narradores a los que puedes recurrir para contar tu historia: omnisciente, testigo, primera persona… no hablaremos de ellos en este momento. Hoy quiero que entiendas que, en buena medida, el atractivo de tu novela depende de la identidad de la voz que la cuenta. Y es que, cuando valoro originales, observo que muchos autores no le dedican el tiempo que requiere la creación de un personaje fundamental: aquel que explica qué fue lo que pasó.

El narrador se sitúa junto al lector con un único objetivo: acercarlo al protagonista, conseguir que se sienta profundamente intrigado por su persona, por el conflicto que se plantea, por la particularidad de las circunstancias que lo rodean.

Como indica Mateo Coronado en su obra Escribir, crear, contar, la función del narrador es conseguir que el lector perciba al protagonista como alguien que es tan real y cercano como uno mismo. Lo es tanto, que creemos en él desde el momento en que sube al escenario.

Es muy importante que comprendas que tú no eres el narrador, que quien cuenta la historia tiene una voz y una mirada propias respecto a lo que sucede; una mirada y una voz que, quizás, no tengan nada que ver contigo. Una mirada que nos invita a visualizar detalles de lo cotidiano como si lo redescubriéramos, como si lo viéramos por primera vez.

Leamos…

Hoy me gustaría que dedicaras unos minutos a la lectura. He seleccionado fragmentos de obras cuyas voces narrativas destacan por el acierto con que se han construido. Por su densidad, por la manera como se ajustan a la historia que se cuenta, por la forma como se describen y se muestran las particularidades del personaje que constituye el motor de la narración. Disfruta de ellas y fíjate en la forma como, sin darnos cuenta, nos invitan a sumergirnos en el relato.

Humbert Humbert (Lolita,  Vladimir Nabokov)

Sabemos que nadie habla como Humbert, el amante pedófilo de Lolita. Pero el protagonista de esta historia se formó en Inglaterra, en un colegio exclusivo. Estudió literatura, así que su registro formal y su tono ampuloso, poco natural, resultan coherentes y reflejan con exactitud su punto de vista y su personalidad. Fíjate bien…

«Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lolita: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.

Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.

¿Tuvo Lolita una precursora? Por cierto que la tuvo. En verdad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra… «En un principado junto al mar.» ¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía ese verano. Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica.

Señoras y señores del jurado, la prueba número uno es lo que envidiaron los serafines de Poe, los errados, simples serafines de nobles alas. Mirad esta maraña de espinas».

Íñigo Balboa (El capitán Alatriste, Arturo Pérez-Reverte)

Este soldado, en sus memorias, narra las aventuras del capitán Alatriste, que fue durante su juventud su mentor. Es admirable la forma como el autor construye una voz que recrea con maestría el registro lingüístico propio del Siglo de Oro: su cadencia, sus expresiones y frases hechas, sus modismos…

La forma como Íñigo se expresa nos sitúa en un espacio y un lugar específicos. Como lector, más que leer sientes que escuchas… ¿lo percibes? Sin apenas darnos cuenta nos hemos convertido en su interlocutor.

«Supongo que me habrán reconocido. Me llamo Íñigo Balboa, por la época de lo que cuento mediaba catorce años, y sin que nadie lo tome por presunción puedo decir que, si veterano sale el bien acuchillado, yo era, pese a mi juventud, perito en ese arte. Después de azarosos lances que tuvieron por escenario el Madrid de nuestro rey don Felipe Cuarto, donde vime obligado a empuñar la pistola y el acero, y también a un paso de la hoguera, los últimos doce meses habíalos pasado junto a mi amo, el capitán Alatriste, en el ejército de Flandes; luego que el tercio viejo de Cartagena, tras viajar por mar hasta Génova, subiera por Milán y el llamado Camino Español hasta la zona de guerra con las provincias rebeldes. Allí, la guerra, lejos ya de la época de los grandes capitanes, los grandes asaltos y los grandes botines, se había convertido en una suerte de juego de ajedrez largo y tedioso, donde las plazas fuertes eran asediadas y cambiaban de manos una y otra vez, y donde a menudo contaba menos el valor que la paciencia».

Narrador anónimo omnisciente (El perfume, Patrick Süskind)

Gracias al personaje que cuenta, podemos acercarnos a la forma como Grenouille, el asesino y protagonista de la historia, percibe el mundo a través de los olores. El viaje que realizamos junto al narrador mientras nos cuenta qué fue lo que pasó, nos permite encontrar sentido a la conducta del protagonista.

Comienza su relato dirigiéndose al lector como si fuera a narrar un hecho histórico, desde cierta lejanía, utilizando la segunda persona del plural: Aquí relataremos su historia. Sin embargo, a medida que avanza la narración, esta se torna extraordinariamente visual, muy vívida. Sin apenas darnos cuenta, nos sentimos transportados a la Francia del siglo XVIII, un país que cobra presencia en nuestra mente gracias al catálogo de olores que todos reconocemos y que forman parte del imaginario colectivo. Lo que cuenta el narrador sobre algunas personas que han hecho historia nos hace partícipes de su punto de vista y visión. Es fascinante… ¡Literalmente!

«En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables de una época en la que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouché, Napoleón, etcétera, ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes, inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.

En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata; las cocinas a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a polvo enmohecido; los dormitorios a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las curtidurías, a lejías cáusticas; los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando no eran tan jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor se respiraba igual bajo los puentes y en los palacios».

Narrador anónimo omnisciente

(El coronel no tiene quien le escriba, Gabriel García Márquez)

En esta obra maestra de la literatura, el narrador comunica ideas y sensaciones a través de sutiles comparaciones y de metáforas.  El tono del relato es cálido, tierno, sugerente, denso, musical. El resultado: una historia extraordinariamente visible. La voz que cuenta nos traslada a otro lugar y a otro tiempo. Se observa en el autor el deseo de crear belleza, de producir una impresión estética de lectura, hecho que constituye la esencia del estilo literario. La soledad habita en el corazón del mensaje. Lee, lee… ¿lo sientes?

«Amaneció estragado. Al segundo toque para misa saltó de la hamaca y se instaló en una realidad turbia alborotada por el canto del gallo. Su cabeza giraba todavía en círculos concéntricos. Sintió náuseas. Salió al patio y se dirigió al excusado a través del minucioso cuchicheo y los sombríos olores del invierno. El interior del cuartito de madera con techo de zinc estaba enrarecido por el vapor amoniacal del bacinete. Cuando el coronel levantó la tapa surgió del pozo un vaho de moscas triangulares.

Era una falsa alarma. Acuclillado en la plataforma de tablas sin cepillar experimentó la desazón del anhelo frustrado. El apremio fue sustituido por un dolor sordo en el tubo digestivo. «No hay duda», murmuró. «Siempre me sucede lo mismo en octubre.» Y asumió su actitud de confiada e inocente expectativa hasta que se apaciguaron los hongos de sus vísceras. Entonces volvió al cuarto por el gallo».

Ahora, te toca a ti…

Quizá sea, este, un buen momento para escribir, para conectar con tu esencia, para descubrir el eco que te devuelven tus palabras, para explorar el sonido de tu voz.

Qué te parece…

¿Escribes?

Utilizamos cookies para mejorar tu experiencia de navegación.    Ver Política de cookies
Privacidad